No hay motor que oscurezca su
velo ni metal que no arrastre su noche. No hay deseo ni hay ficción, no hay
luz; no hay color. Es en lo eterno que emanó de sus lágrimas al hierro donde se
le habían perdido los años, las arrugas, los sueños. Sin cristal que ocupara un
alma que ha parado, sin ruedas para hacer girar el universo del espíritu
humano.
¡Pasarán milenios! Y aunque
arranquen los truenos el blanco del mundo, y el titanio corrompa la dermis del
suelo, seguirá la carne pegada a las manos que mueven las vigas del tiempo. Quizá
pierdan la órbita nuestros ojos para volar entre los planetas, quizá caiga la
luna al mar e inunde la corteza terrestre. Quizá la bruma sea azul de los ríos
que se retuercen perdidos en la aurora, o quizá verde, cuando la ciencia se
haya ahogado en sus voces de uranio. Quizá el sol se funda y el vidrio empiece
a sonreír en opaca indiferencia, pero dará igual, se apagarán farolas y la
resaca habrá llegado. Rompamos una lanza; el hombre será ensartado en su propia
llama.